Todos apretujados en aquel enorme congelador, mis hermanos y yo flotábamos a la deriva. Mucho antes de que llegásemos nosotros al mundo, el curioso electrodoméstico había formado parte del lujoso yate en el que naufragaron nuestros progenitores. Tras la muerte de ella, papá, que nunca nos miró con buenos ojos, nos introdujo en él y nos empujó hacia el mar. No pronunció una sola palabra de despedida, pero al menos pudimos ver a lo lejos a Lunes, el amigo indígena de mamá, despedirse con la mano de nuestras pequeñas cabezas azabache mientras se alejaban de la costa.
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