Níveo, macilento y sin sentido, como el cadáver de un ser amado que ha perdido la esencia que un día lo hizo tuyo. Así me observa y su palidez me deslumbra como un viejo hueso secándose al sol. Me disgusta, y su tacto en mis manos es áspero e hiriente como una madera astillada.
Lo
acuchillo. Una y otra vez, haciendo surcos que pretenden tener algún sentido
pero que sólo tiñen de frustración su superficie y mis dedos.
Sus
dimensiones, aparentemente reducidas y mundanas, esconden un abismo imposible
de llenar. Me vacío en él, pero lo que antaño era cubierto por la frescura y el
ingenio, hoy lo es por una estepa árida y estéril. ¿Acaso no soy el mismo al
que un día susurraban sugerentes las musas? O me han dado la espalda o mis
viejos oídos han perdido ya la capacidad de percibir su canto.
Desesperado
me rindo y me alejo de su lado esperando, con el distanciamiento, vislumbrar en
él algo reconocible, pero no, sigue ahí, níveo, macilento y sin sentido,
imperturbable: El folio en blanco. Y no sé si me asusta más pensar que no veo
reflejado nada de lo que soy o que, por el contrario, es la diapositiva
perfecta de mi alma.
Excelente, Maestro Carpintero.
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