Mi anhelo por una
fuente de inspiración y la búsqueda de la soledad me trajeron hace unos meses a
este maldito pueblo abandonado y perdido entre montañas. El dueño de una de las
casas que aún se mantenían habitables se rió a carcajadas por la sola idea de
cobrarme por mi estancia allí. Su padre fue el último morador de aquel lugar y,
tras su muerte, había dado la casa por perdida hacía años.
El frío vino de repente
y el temporal de nieve y hielo lo cubrió todo de la noche a la mañana dejándome
incomunicado y completamente sólo. Aunque aquello estaba previsto y tenía
sustento necesario para pasar el invierno, la soledad buscada nada tiene que
ver con la soledad impuesta.
La ventana de la
habitación donde escribía, situada en la segunda planta, daba a un pequeño
jardín donde un columpio vencido, cubierto por el óxido, y una bicicleta
abandonada eran los únicos testigos del paso del tiempo y el avance del olvido.
Pasaba así los días, asomado a la misma escena inmutable, en busca de una
inspiración que no llegaba.
Una noche despejada,
tras tomar una triste cena ligera, volví a mi asiento frente al cristal y mi
corazón dio un vuelco. Bajo la luz de la luna, pude comprobar que la bicicleta
ya no ocupaba el mismo lugar. Al principio pensé que había sido un efecto de la
luz, pero era imposible, había pasado demasiado tiempo contemplando esa escena como
para saber que había cambiado. Mi analítica mente se negaba a creerlo puesto que
no había nevado en los últimos días, la nieve se encontraba cuajada, y no había
rastro alguno próximo a la bicicleta. Aquella noche me costó mucho conciliar el
sueño.
A la mañana siguiente,
amanecí convencido de que el miedo y la confusión de la noche me habían hecho
magnificar algo que tendría una solución sencilla y racional. Al asomarme de
nuevo a la ventana, tuve que agarrarme a la silla para no caer. La bicicleta se
encontraba ahora unos pasos más cerca. De nuevo, ninguna huella delataba al
culpable.
Aquel fenómeno se
convirtió en una obsesión enfermiza. Se acercaba cada día más y más, y alcancé
la certeza de que únicamente fijando mi mirada en ella podía evitar su avance.
La preocupación se
había tornado en miedo, y éste en pánico. Me quedaba un único recurso con el
que poder mantener la cordura y, un día, al ver la bicicleta a escasos metros
de mi ventana, la abrí y grité:
-
¿Hay alguien ahí? ¿Alguien más en este
maldito pueblo?
Siempre se ha dicho que
el silencio que se escucha en la nieve es más puro, más intenso, absoluto. Fue
aterrador comprobar cuánto. Miré las calles abandonadas que desembocaban en
aquel jardín buscando desesperadamente rastros de vida que no encontré. Saqué
medio cuerpo por la ventana, buscando escudriñar los lugares donde mis ojos no
se habían posado antes, cuando tuve un horrible presentimiento. Volví los ojos
hacia la vieja bicicleta y allí estaba, apoyada junto a mi puerta. Era ya tarde
cuando sentí el escalofrío subir por mi espalda, unos dedos largos y fríos que
me invitaban al vacio, a quedarme en aquel maldito parque para siempre.
¡Jolín!
ResponderEliminarA tu prota, al no estar enterrado en sagrado, ya no le resucitará la carne... Y a la bicicleta tampoco.