Cuando Héctor o Aquiles no tienen la suerte de morir en Troya, se convierten en Ulises intentando regresar a Ítaca bajo un cielo sin dioses, y llamándose Nadie para sobrevivir en la cueva del cíclope.

Cualquiera puede ser Héctor o Aquiles. Lo difícil es ser Ulises con una Troya ardiendo en la memoria.

13 abr 2017

EL ALUMBRAMIENTO


Puede que, desde hace unos años, mi existencia haya girado exclusivamente en torno a la  obsesión por la escritura. Ansío con desaforada vehemencia el reconocimiento de la crítica, del público, y poder saborear el éxito en todas y cada una de sus múltiples facetas. Todos mis esfuerzos diarios se centran en poder subir el escalafón que separa al escritor pseudoaficionado mediocre del autor consagrado a tener en cuenta. Paso las horas leyendo, anotando ideas en manoseados cuadernos y con la mente siempre puesta en la deseada meta.

Es por esto que mi mujer, harta de sentir el abandono que mi dedicación exclusiva le suponía, decidió plantearme la opción de tener un hijo en el que volcar todo el amor y atenciones que yo no parecía necesitar. La idea, a priori, me molestó un poco, principalmente por el tiempo que podría suponerme dicha tarea, no solo antes, sino durante y después del alumbramiento. Tras escuchar sus promesas de  que en nada variaría mi rutina diaria, y pensando en que quizás como marido le debía al menos eso, al final accedí a regañadientes.

Ni que decir tiene que fue ella la que puso todo el empeño. Yo, mientras me seducía, no podía dejar de pensar en mis ideas, mis lecturas, mi proyecto, hasta el punto de que no recuerdo sinceramente en qué momento pude dejarla embarazada, pero así sucedió.

Mi sorpresa vino cuando al tercer mes acudió con el sobre de la primera ecografía en la mano y el gesto perplejo. En el lugar donde debía encontrarse el feto se apreciaba lo que parecía un conjunto  de páginas garabateadas hechas un ovillo. Optamos por pensar que se trataba de un error del ecógrafo y seguimos con nuestras vidas.

A los cinco meses, se observaba ya un manuscrito bastante avanzado, mientras que a los siete, la cubierta estaba casi completa. Pese al asombro de los médicos, a los nueve meses exactos, mi mujer dio a luz un libro, una novela completa, solapa incluida,  con la que contra todo pronóstico pareció encariñarse.


Movido por la curiosidad y ansioso por comprobar lo que podía aportarme mi nuevo vástago, aproveché el momento en que mi esposa, agotada por los esfuerzos, se quedó dormida para cogerlo entre mis brazos y leerlo. Era una novela fantástica, redonda, insuperable, magistral... Al pasar la última página lloré desconsoladamente. Las enfermeras pensaron que era porque al fin y al cabo, novela o no,  era el fruto del amor con mi mujer, pero lo cierto es que lloré porque, al terminarla, tuve la certeza absoluta de que no era mía.


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