Puede que, desde hace
unos años, mi existencia haya girado exclusivamente en torno a la obsesión por la escritura. Ansío con
desaforada vehemencia el reconocimiento de la crítica, del público, y poder
saborear el éxito en todas y cada una de sus múltiples facetas. Todos mis
esfuerzos diarios se centran en poder subir el escalafón que separa al escritor
pseudoaficionado mediocre del autor consagrado a tener en cuenta. Paso las
horas leyendo, anotando ideas en manoseados cuadernos y con la mente siempre puesta
en la deseada meta.
Es por esto que mi
mujer, harta de sentir el abandono que mi dedicación exclusiva le suponía,
decidió plantearme la opción de tener un hijo en el que volcar todo el amor y
atenciones que yo no parecía necesitar. La idea, a priori, me molestó un poco,
principalmente por el tiempo que podría suponerme dicha tarea, no solo antes,
sino durante y después del alumbramiento. Tras escuchar sus promesas de que en nada variaría mi rutina diaria, y
pensando en que quizás como marido le debía al menos eso, al final accedí a
regañadientes.
Ni que decir tiene que
fue ella la que puso todo el empeño. Yo, mientras me seducía, no podía dejar de
pensar en mis ideas, mis lecturas, mi proyecto, hasta el punto de que no
recuerdo sinceramente en qué momento pude dejarla embarazada, pero así sucedió.
Mi sorpresa vino cuando
al tercer mes acudió con el sobre de la primera ecografía en la mano y el gesto
perplejo. En el lugar donde debía encontrarse el feto se apreciaba lo que
parecía un conjunto de páginas
garabateadas hechas un ovillo. Optamos por pensar que se trataba de un error
del ecógrafo y seguimos con nuestras vidas.
A los cinco meses, se
observaba ya un manuscrito bastante avanzado, mientras que a los siete, la
cubierta estaba casi completa. Pese al asombro de los médicos, a los nueve
meses exactos, mi mujer dio a luz un libro, una novela completa, solapa incluida, con la que contra todo pronóstico pareció
encariñarse.
Movido por la
curiosidad y ansioso por comprobar lo que podía aportarme mi nuevo vástago,
aproveché el momento en que mi esposa, agotada por los esfuerzos, se quedó
dormida para cogerlo entre mis brazos y leerlo. Era una novela fantástica,
redonda, insuperable, magistral... Al pasar la última página lloré desconsoladamente. Las
enfermeras pensaron que era porque al fin y al cabo, novela o no, era el fruto del amor con mi mujer, pero lo
cierto es que lloré porque, al terminarla, tuve la certeza absoluta de que no
era mía.
Hola Alejandro. Original propuesta con un desenlace muy bueno. Suerte!!!!
ResponderEliminarMuchas gracias Arantza, por el comentario y por tu visita. Un saludo!
EliminarMe ha encantado. Enhorabuena!
ResponderEliminar...Ah, y suerte en Zenda!
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