El abuelo siempre había sido un hombre callado, delgado, duro y nudoso, como hecho de sarmientos. Ajeno a los cambios del tiempo, al frío, al calor, a la lluvia. Aquella sonrisa de satisfacción jamás desaparecía de su rostro. Su sola presencia era cálida y reconfortante, y todos cuantos le queríamos teníamos la esperanza de que estuviese siempre entre nosotros.
Con el paso de los años le gustaba cada vez menos entrar en casa. Se salía al sol y permanecía allí sentado con los pies en remojo dentro de un viejo barreño oxidado. Se limitaba a vernos jugar, impasible, mientras le rodeábamos, nos mecíamos en sus brazos, trepábamos por sus rodillas o nos entreteníamos amasando el barro que se formaba junto al recipiente metálico.
A mí me daba la impresión de que cada dia se hacía más grande, mas estático, mas... frondoso. Sus gestos llegaron a ser ya casi imperceptibles, y solo el viento entre sus canosos cabellos parecía dotarle de cierto dinamismo, hasta que un buen día no volvió a moverse más.
Al oír hablar a mis compañeros del colegio de cómo han ido perdiendo a los suyos, siento una profunda lástima por ellos. Yo puedo decir que, desde que llega el buen tiempo, cada fin de semana, cada ocasión especial, celebramos las comidas familiares a la sombra del abuelo.
Un relato muy sencillo y cotidiano, me ha gustado
ResponderEliminarYo también participo en el concurso de Zenda con una de mis historias:
https://elpedrete2.blogspot.com/2020/05/zenda-el-ritual.html
Suerte.