Cuando Héctor o Aquiles no tienen la suerte de morir en Troya, se convierten en Ulises intentando regresar a Ítaca bajo un cielo sin dioses, y llamándose Nadie para sobrevivir en la cueva del cíclope.

Cualquiera puede ser Héctor o Aquiles. Lo difícil es ser Ulises con una Troya ardiendo en la memoria.

10 sept 2017

LA LLEGADA



Mi anhelo por una fuente de inspiración y la búsqueda de la soledad me trajeron hace unos meses a este maldito pueblo abandonado y perdido entre montañas. El dueño de una de las casas que aún se mantenían habitables se rió a carcajadas por la sola idea de cobrarme por mi estancia allí. Su padre fue el último morador de aquel lugar y, tras su muerte, había dado la casa por perdida hacía años.

El frío vino de repente y el temporal de nieve y hielo lo cubrió todo de la noche a la mañana dejándome incomunicado y completamente sólo. Aunque aquello estaba previsto y tenía sustento necesario para pasar el invierno, la soledad buscada nada tiene que ver con la soledad impuesta. 

La ventana de la habitación donde escribía, situada en la segunda planta, daba a un pequeño jardín donde un columpio vencido, cubierto por el óxido, y una bicicleta abandonada eran los únicos testigos del paso del tiempo y el avance del olvido. Pasaba así los días, asomado a la misma escena inmutable, en busca de una inspiración que no llegaba.

Una noche despejada, tras tomar una triste cena ligera, volví a mi asiento frente al cristal y mi corazón dio un vuelco. Bajo la luz de la luna, pude comprobar que la bicicleta ya no ocupaba el mismo lugar. Al principio pensé que había sido un efecto de la luz, pero era imposible, había pasado demasiado tiempo contemplando esa escena como para saber que había cambiado. Mi analítica mente se negaba a creerlo puesto que no había nevado en los últimos días, la nieve se encontraba cuajada, y no había rastro alguno próximo a la bicicleta. Aquella noche me costó mucho conciliar el sueño.

A la mañana siguiente, amanecí convencido de que el miedo y la confusión de la noche me habían hecho magnificar algo que tendría una solución sencilla y racional. Al asomarme de nuevo a la ventana, tuve que agarrarme a la silla para no caer. La bicicleta se encontraba ahora unos pasos más cerca. De nuevo, ninguna huella delataba al culpable.

Aquel fenómeno se convirtió en una obsesión enfermiza. Se acercaba cada día más y más, y alcancé la certeza de que únicamente fijando mi mirada en ella podía evitar su avance.
La preocupación se había tornado en miedo, y éste en pánico. Me quedaba un único recurso con el que poder mantener la cordura y, un día, al ver la bicicleta a escasos metros de mi ventana, la abrí y grité:

-          ¿Hay alguien ahí? ¿Alguien más en este maldito pueblo?


Siempre se ha dicho que el silencio que se escucha en la nieve es más puro, más intenso, absoluto. Fue aterrador comprobar cuánto. Miré las calles abandonadas que desembocaban en aquel jardín buscando desesperadamente rastros de vida que no encontré. Saqué medio cuerpo por la ventana, buscando escudriñar los lugares donde mis ojos no se habían posado antes, cuando tuve un horrible presentimiento. Volví los ojos hacia la vieja bicicleta y allí estaba, apoyada junto a mi puerta. Era ya tarde cuando sentí el escalofrío subir por mi espalda, unos dedos largos y fríos que me invitaban al vacio, a quedarme en aquel maldito parque para siempre.



26 ago 2017

CHULOS DE PISCINA


Era uno de esos días de verano en los que el sol parece querer vengarse de alguien. El aire, mas que moverse parecía envolverte provocando una sofocante sensación de asfixia, y aquel era el único lugar donde se podía encontrar gente congregada al aire libre, la piscina.

Yo poseía una gran facilidad para acercarme a la gente y hacer amigos por lo que, desde hacía ya un buen rato, me encontraba bien integrado entre un grupo de chicos de mi edad. Permanecíamos sentados en círculo bajo unas sombrillas cuando uno de ellos me dijo disimulando:

-          Aquella chica no te quita la vista de encima.

Todos miraron disimuladamente hacia allí donde, efectivamente, una chica alta y rubia, muy guapa, no cesaba de echarme ojeadas furtivas por encima de su revista.

-¿Apostáis a que, si me voy al agua, no tarda más de diez segundos en venir tras de mi?

Mis nuevos compañeros me miraron calibrando la magnitud de mi fantasmada. Pero, nada más ponerme en pie, la chica dejó a un lado la revista, y apenas hube tocado el agua, su mano ya agarraba la mía.

-¡Ulises!, que sea la última vez que te vas al agua sin manguitos.


Me sacó del agua y me subió en brazos dirigiéndose a su tumbona mientras yo, desde su hombro, dedicaba a mis amigos mi mirada más triunfal.



13 abr 2017

EL ALUMBRAMIENTO


Puede que, desde hace unos años, mi existencia haya girado exclusivamente en torno a la  obsesión por la escritura. Ansío con desaforada vehemencia el reconocimiento de la crítica, del público, y poder saborear el éxito en todas y cada una de sus múltiples facetas. Todos mis esfuerzos diarios se centran en poder subir el escalafón que separa al escritor pseudoaficionado mediocre del autor consagrado a tener en cuenta. Paso las horas leyendo, anotando ideas en manoseados cuadernos y con la mente siempre puesta en la deseada meta.

Es por esto que mi mujer, harta de sentir el abandono que mi dedicación exclusiva le suponía, decidió plantearme la opción de tener un hijo en el que volcar todo el amor y atenciones que yo no parecía necesitar. La idea, a priori, me molestó un poco, principalmente por el tiempo que podría suponerme dicha tarea, no solo antes, sino durante y después del alumbramiento. Tras escuchar sus promesas de  que en nada variaría mi rutina diaria, y pensando en que quizás como marido le debía al menos eso, al final accedí a regañadientes.

Ni que decir tiene que fue ella la que puso todo el empeño. Yo, mientras me seducía, no podía dejar de pensar en mis ideas, mis lecturas, mi proyecto, hasta el punto de que no recuerdo sinceramente en qué momento pude dejarla embarazada, pero así sucedió.

Mi sorpresa vino cuando al tercer mes acudió con el sobre de la primera ecografía en la mano y el gesto perplejo. En el lugar donde debía encontrarse el feto se apreciaba lo que parecía un conjunto  de páginas garabateadas hechas un ovillo. Optamos por pensar que se trataba de un error del ecógrafo y seguimos con nuestras vidas.

A los cinco meses, se observaba ya un manuscrito bastante avanzado, mientras que a los siete, la cubierta estaba casi completa. Pese al asombro de los médicos, a los nueve meses exactos, mi mujer dio a luz un libro, una novela completa, solapa incluida,  con la que contra todo pronóstico pareció encariñarse.


Movido por la curiosidad y ansioso por comprobar lo que podía aportarme mi nuevo vástago, aproveché el momento en que mi esposa, agotada por los esfuerzos, se quedó dormida para cogerlo entre mis brazos y leerlo. Era una novela fantástica, redonda, insuperable, magistral... Al pasar la última página lloré desconsoladamente. Las enfermeras pensaron que era porque al fin y al cabo, novela o no,  era el fruto del amor con mi mujer, pero lo cierto es que lloré porque, al terminarla, tuve la certeza absoluta de que no era mía.