Ese maravilloso destino del que le habían hablado desde niño estaba ahí, como cada noche al alcance de su mano, y aunque igualmente, como cada noche, parecía una distancia insalvable solo podía soñar con agarrarse a él. Todo estaba en calma y reinaba un silencio sepulcral. Miró fijamente el interruptor, concentrándose, esperando el milagro, como cada noche, durante horas, hasta que al amanecer, la primera claridad del día lo encontró exhausto. Las lágrimas resbalaban por su pálida piel, lágrimas de impotencia, de rabia, de tristeza… Al parpadear para enjugarlas vio al viejo celador con la mirada fija en él.
- ¿Cuánto tiempo lleva ahí?
- El suficiente, hijo, el suficiente.
El celador se acercó y mirando de reojo la puerta desconectó el respirador, le sonrió y salió deprisa de la habitación perdiéndose en las sombras.
Fue agradable irse con aquel sentimiento de gratitud como único equipaje.